sábado, 6 de junio de 2009

Las pausas concretas

Roberto Ramírez Bravo presenta en su libro más reciente, Las pausas concretas –a punto de salir a la circulación con el sello de editorial Praxis–, una novela de amor en medio del horror de una persecución política y militar, parte de la historia reciente del sur del país. Con autorización de la editorial y su autor, La Jornada Guerrero presenta un adelanto para sus lectores, donde se narra una versión libre de la matanza de El Charco
La pausas concretas

ROBERTO RAMIREZ BRAVO 

Narciso Santiago Mendoza despertó a las once de la noche con sobresalto. Los había oído: era claro el ruido de motor de varios vehículos potentes, y los pasos de más de cien botas militares al diseminarse por la montaña.

O no: más bien los había soñado. Después se sabría que los soldados habían dejado los vehículos en la comunidad de Tepuente, a varios kilómetros de distancia, y habían hecho el camino a pie hasta El Charco.

Pero Narciso Santiago sintió sus movimientos desde las once de la noche y no pudo volver a dormirse. No sabía qué hacer. ¿Debía ir a la escuela y avisarle a la gente dormida ahí de la existencia de un peligro grave? ¿Pero cómo les explicaría? ¿Qué razón podría dar él de qué tipo de vehículo y qué tipo de personas eran las que había detectado?

No hizo nada. Esperó. No supo a qué hora de la madrugada escuchó los gritos.

–¡Sálganse, perros muertos de hambre!

Y al poco rato:

–¡Sálganse, putos!

Apenas entendía lo que decían, porque su español era muy deficiente. Monolingüe, como la mayor parte de sus vecinos y su familia, sólo podía comunicarse en mixteco, aunque identificaba algunas palabras de español.

En la escuela primaria –apenas dos aulas y una cancha, ubicadas en la pendiente de la montaña- dormían indígenas de varios pueblos aledaños que al día siguiente pensaban participar en una asamblea general comunitaria. Los de El Charco dormían en sus casas, sólo los visitantes ocupaban la escuela, con todo y sus hijos.

Después de los gritos empezaron los balazos. Las ráfagas de metralla se impactaban con las paredes de los salones de clases, ubicados casi a la intemperie pues las ventanas eran sólo un hueco rectangular que recorría toda la construcción a lo largo.

Desde su lugar privilegiado, pues era vecino de la escuela, Narciso Santiago veía la escena con claridad cuando la luz de los disparos se lo permitía. Alcanzó a ver a los niños tirados en el piso, a los demás campesinos protegerlos y a los hombres de afuera disparar de modo intermitente.

Según el parte oficial, la balacera se mantuvo desde las cuatro de la madrugada hasta las once de la mañana, sin embargo, a él le pareció que duró una eternidad.

De los salones provenían gritos de vez en cuando: “¡No disparen, no estamos armados!”.

Narciso Santiago vio a su compadre Honorio García Lorenzo cuando, en la histeria total, abrió la puerta del salón de clases y salió al patio de la escuela y, corriendo, se fue a hincar con las manos extendidas. Dijo en lengua mepha'a: “perdónennos, nosotros no tenemos armas, no tiren”.

Pero nadie lo perdonó. Una ráfaga terminó su suplicio.

Adentro del salón otro campesino hizo un movimiento inútil apenas salió Honorio García, para cerrar la puerta que aquél había dejado abierta e impedir el acceso de los militares al salón. Una bala atravesó los tabiques de la pared. El rastro de su sangre quedó señalado a partir del orificio, y se deslizó lento por el muro, dejando una estela temblorosa hasta el suelo, donde la silueta de su cuerpo quedó marcada con un rojo brillante.

Narciso Santiago escuchó el llanto de los niños en la escuela y se apretó contra sus propios hijos, que estaban espantados y lloraban, también tirados en el piso. Luego se preguntó en mepha'a: “¿por qué no termina todo esto?”.

Cuando amaneció, el tiroteo era ya más espaciado. Sólo entonces los militares entraron a la escuela. Pero Narciso Santiago no pudo verlo, porque como culebra por el monte, con sus hijos pequeños y su mujer, se había escapado rumbo a la parte alta de la montaña. Por la barranca habían llegado los militares y habían sitiado la escuela, donde después dirían que había un cónclave guerrillero. Por eso él y su prole tomaron el rumbo de la montaña y en cuanto pudieron, junto con varias familias de aquel poblado, empezaron el desplazamiento de cinco horas hacia la ciudad de Ayutla.

En la cancha el general daba las órdenes desde uno de los vehículos tipo hummer estacionados en esa área. En la calle junto a la escuela se colocaron tanques de guerra, mientras el cielo se ennegreció con los helicópteros militares.

–¡Ahora sí, guerrilleros de mierda, van a ver lo que es bueno! –dijo el soldado que abrió de una patada la puerta del primer salón de clases.

Todo el pizarrón estaba lleno de agujeros, y en el suelo muchos cuerpos ensangrentados estaban tirados, unos para protegerse y otros porque estaban muertos. El soldado escogió a cuatro hombres: Mario Chávez García, Daniel Crisóforo Jiménez, Manuel Francisco Prisciliano y Fernando Félix Guadalupe, y les ordenó que se dirigieran a la cancha, donde ya había vehículos jeep y camionetas de redilas del ejército.

Ahí les ordenó que se hincaran, uno junto al otro. Luego, sin decir palabra, les disparó en la cabeza. Cuando apilaron todos los cadáveres en la cancha, once en total, el militar ordenó a unos de sus compañeros que los vistieran y éstos les colocaron paliacates en el rostro y les quitaron los guaraches para calzarles botas tipo militar, nuevecitas, sin rastros de haber pisado nunca el lodo de ninguna montaña.

Todos los muertos tuvieron el mismo tratamiento. A los que llevaban calzón de manta, la vestimenta indígena tradicional, les colocaron pantalones de mezclilla, pero los operadores no cuidaban de vestirlos bien y los dejaban con la bragueta abierta y el cinturón sin abrochar. No importaba: ya vestían el uniforme guerrillero.

Los heridos fueron llevados en helicópteros al hospital militar en Acapulco, y los que no estaban muertos ni heridos, fueron llevados al cuartel militar y luego a la cárcel. Hubo otros cadáveres que no fueron mostrados a los periodistas que empezaron a llegar al lugar después del mediodía: eran los niños. Uno de ellos, bebé de un año aproximadamente, dejó, como único testimonio de su presencia en ese lugar, un guarachito sin su par y un biberón manchado de sangre.

El resultado de esa noche fue de 22 personas detenidas, cinco niños entre ellos, y once muertos y cinco heridos. Ningún soldado recibió ni siquiera un rasguño. Según el parte oficial, en la escuela había guerrilleros que atacaron al ejército cuyos batallones por casualidad hacían un recorrido nocturno en las montañas de la región indígena.

Cuando los periodistas llegaron al lugar, pasado ya el mediodía, el general se dirigió a uno de ellos que era su amigo, lo llevó aparte y le narró en exclusiva lo que había sucedido.

–¡Qué heroísmo de los guerrilleros, qué valor –le dijo–: aunque ya estaban derrotados, no se rendían y seguían disparando! ¡Qué heroísmo, qué valor!.

http://www.lajornadaguerrero.com.mx/2009/06/06/index.php?section=sociedad&article=012n1soc

No hay comentarios.:

Ponen centro de acopio de alimentos en apoyo a afectados por incendios en Santa Rosa

  Ponen centro de acopio de alimentos en apoyo a afectados por incendios en Santa Rosa                  Hercilia Castro Zihu...