Hiroshima y Nagasaki
El 6 y 9 de agosto de 1945, Estados Unidos de Norteamérica lanzaron dos bombas atómicas contra dos ciudades importantes de Japón. Esto marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial, iniciada el 1939 y mostró la maldad y el oprobio que puede alcanzar el humano contra sus propios hermanos, y lo peligroso que pueden ser los avances de la ciencia en manos de fundamentalistas.
Las efemérides marcan que este domingo 3 agosto de 1942, Cristóbal Colón sale del puerto de Palos de Moguer, España, en aquella legendaria expedición que lo extravió hacia América. Nada que ver, pero coincide –por azares del destino– con que ahora estoy en Japón y los saludo.
Vine a visitar especialmente a dos viejos amigos que están delicados de salud, uno de Tokio y el otro de Kagoshima. Ambos, visitaron Guerrero hace unos años para realizar trabajo social en algunas comunidades de la sierra. También, acepté la invitación de amigos de Nagoya para platicarles acerca de los síndromes tradicionales y el ambiente rural mexicano.
Pero mejor volvamos a la historia de aquel bombardeo de fisión nuclear, que sí fue un evento sobresaliente en la historia, el pueblo nipón jamás lo borrará de su memoria. Y yo creo que todos los habitantes del planeta –a estas alturas de la globalización, guerras, deshumanización y destrucción del medio ambiente–, debemos tomar conciencia para el salvamento de nuestra especie y las demás del reino animal y vegetal.
En Hiroshima fue el 6 de agosto, a las 8:15 am. Fue el ataque nuclear masivo a esa parte de la población civil situada en Honshu, la isla principal del archipiélago japonés. Fue el bombardero B-29 Enola Gay y su piloto responsable Paul W. Tibblets, que lanzaron un little boy, nombre en clave de la bomba de uranio. Harry Truman, el presidente de EU, ordenó la agresión, quizás por miedo a los alemanes y rusos, venganza por la derrota americana en Pearl Harbor en 1941, entre algunas razones.
La explosión, un ruido ensordecedor; luego un gran resplandor. En minutos, una columna de humo color gris-morado con un núcleo de fuego de más de 4 mil centígrados, que se convirtió en el monstruoso “hongo atómico” de más de un kilómetro de altura. Uno de los atacantes describió el momento: “parecía como si la lava cubriera toda la ciudad”.
Hiroshima quedó incomunicada. Hubo un silencio y confusión absolutos. Después de tres horas de vuelo, una misión enviada por el alto mando japonés no podía dar crédito a lo que veía: Hiroshima había quedado reducida a una enorme cicatriz en la tierra, rodeada de fuego y humo.
En Nagasaki la devastación ocurrió el 9 de agosto a las 11:02 am, tres días después de la explosión sobre Hiroshima. No se dio la rendición inmediata, el alto mando japonés dio por hecho que los invasores sólo tenían una bomba y se mantuvieron en armas. Entonces, Estados Unidos arrojaron la segunda bomba atómica sobre esta ciudad situada en una de las islas menores de Japón llamada Kyushu.
Otro B-29, el Bock’s Car, lanzó a fat boy, una bomba de plutonio, con la capacidad de liberar el doble de energía que la de uranio. El espectáculo de la aniquilación nuclear se repitió sobre esta ciudad industrial.
Luego, el 15 de agosto vino la rendición. Y el 3 de septiembre otra vez el Emperador por radio dijo que “era falsa la secular creencia de su divinidad; era un hombre como otro cualquiera”. Esa declaración cayó para los japoneses como una tercera bomba atómica moral. –Lloraron, querían morir peleando... Pero dieron otra muestra más de disciplina.
Para darnos idea acerca de los daños y sufrimiento infligido al pueblo del sol naciente escogí algunos fragmentos del libro “¡Yo viví la bomba atómica! Memorias del P. Arrupe, S. J.” de la edición de 1965, Roma, Italia. El padre jesuíta Pedro Arrupe, tan solo relata sus experiencias como brigadista médico en Hiroshima.
“Dolores terribles los de aquellas curas en cuerpos con una tercera parte y, a veces más, de su piel en carne viva, que les hacía retorcerse de dolor sin que de sus labios escapase una sola queja”.
“¡Qué terror más desesperado debió de sentir aquel pobre niño que nos tropezamos cogido entre dos vigas y con las piernas calcinadas hasta las rodillas! Todavía estaba vivo, porque su dolor era de los que no matan más que a largo plazo. Pero aquello no era un ser humano, era tan sólo una piltrafa que no moría para sufrir más”.
“...El venía materialmente arrastrándose, usando pies y manos para avanzar. Mientras lo hacía, acompañaba cada movimiento con un gesto de angustia y una expresión de dolor. Su mujer tirando de él con una especie de faja que le había atado a la cintura, le ayudaba en su penoso avance (...) ¡Dios Santo! qué cuadro aquel. Ella se mordía los labios para no llorar y él... para no gritar. Su cuerpo era desde la cintura hasta la frente una sola llaga, sucia, continuada, costrosa... Su avance era lento. Arrastrado por la joven que estaba indemne, iba ganando metros con agobiante dificultad, dejando un reguero de pus, como nunca lo había visto antes, por el duro camino que pisaba. –Padre, ayúdeme, –dijo tan solo él. Y descifrando el valor de esas palabras, añadió ella: –Padre, hace un mes que nos hemos casado. ¡Salve a mi marido!”
“¡Cómo aguantaba sus curas con sus solo trece años! Ya parecía un japonés de cuerpo entero. Se retorcía, respiraba entrecortadamente, pero no gritaba. Lo más que hacía era clavarme más y más intensamente sus dos ojazos brillantes febriles, con lágrimas represadas que no dejaba correr”.
Por su orografía de valle, en Hiroshima se formó una “tormenta de fuego” con vientos. Miles de personas y animales murieron quemados, o bien quedaron con quemaduras graves y demás heridas por traumatismos. Allí desaparecieron unos 20 mil edificios y casas de madera. Se calcula que Nagasaki quedó destruida al 40 por ciento, a pesar de que su relieve montañoso contuvo la expansión de la destrucción.
El invento de Albert Einstein emite tres clases de ondas destructivas: radiactiva, térmica y explosiva. Su radio de acción va de 1.5, 3 y 6 kilómetros. Hicieron estallar vidrios de ventadas situadas a 8 kilómetros. Entre más al infierno de la explosión –que es catástrofe absoluta–, la radiación infrarroja destruye los pulmones, desprende la retina, aumenta la presión en el líquido cerebro-espinal; mata los glóbulos rojos y blancos, hay hemorragias en boca y garganta, manchas en la piel, se cae el cabello, vómitos y fiebre... Derrumba edificios, arranca árboles.
Hiroshima, que tenía una población de 350 mil habitantes, perdió instantáneamente a 70 mil, entre ellos al personas médico; muchos murieron a los 20 o 30 días a consecuencia de los mortales rayos gamma, y en los siguientes cinco años murieron 70 mil más a causa de la radiación. En Nagasaki, donde había 270 mil personas, murieron más de 70 mil antes de que terminara el año y miles más durante los siguientes años.
En total, las bombas estadunidenses provocaron que se perdieran un cuarto de millón de vidas. Generaciones hasta hoy continúan soportando malformaciones congénitas a causa de la radiactividad.
Por cierto que por allí andaba El Escuadrón 201 de México, con las fuerzas aliadas. El otro desencuentro con Japón fue en 1596, cuando se persiguió y crucificó a Los 26 mártires de Nagasaki, entre ellos el religioso San Felipe de Jesús.
A propósito de que estamos a cinco días del inicio de los Juegos Olímpicos de Beijing, los que vuelen por estos aires irán a 1000 km/h; a 12 mil km de altitud, cerca del polo norte, los controles marcan menos 60 grados Celsius, afuera del avión. Navegarán en sentido contrario al de la rotación de la Tierra y se adelantarán 12 horas en el tiempo. Y van a pasar calor.
Otros dos recuerdos importantes de la semana:
–Agosto 5 de 1895.- Nace Federico Engels, escribió junto con Carlos Marx el Manifiesto del Partido Comunista y El Capital.
–Agosto 8 de 1878.- Nace Emiliano Zapata en San Miguel Anenecuilco, Morelos.
http://www.lajornadaguerrero.com.mx/2008/08/03/index.php?section=opinion&article=002a1soc
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