domingo, 22 de diciembre de 2013

Un mújik siempre será un mújik

Un mújik siempre será un mújik


ÉDGAR PÉREZ


Hace noches una de esas famosas calandrias de Acapulco ofreció una escena barroquísima, se le desmayó el caballo en plena avenida Costera. El jamelgo quedó derrengado sobre el asfalto, de costado derecho, entre dos hileras de globos irónicamente festivas, con la brida arrebujada entre los labios belfos y el arnés, la crin revuelta, finalmente en descanso. Entre otras exhibiciones involuntarias que produce este género de situaciones, se distingue la auto denuncia de lo atávico, lo anacrónico de una carreta en tiempos de aglomeraciones viales, además, mientras el mundo corre a velocidades digitales y se conquista lo nano y lo exponencial; quizá ocurre que aquello que está fuera de lugar, lo impertinente, en el fondo se trate de un fallo estético, pues en realidad no importa si uno es incapaz de lograr una lectura de nuestro tiempo histórico y entonces comprender que vivimos una realidad post provinciana; sino que hay cosas y hechos que simplemente se sienten como adecuados o inadecuados, que se intuyen como espontáneos y naturales, es decir, se experimentan como que así deben o no ser. Y para lo que no se requiere mucha ciencia es para comprender que si te sirves de algo, sea una bestia o un coche, se le debe reciprocidad mínima, y no como en este caso límite, dejar los nobles brutos en vergonzosa inedia. La indignidad por las circunstancias animales está convirtiéndose en un problema social serio, una proyección del embotamiento de nuestros sentidos, lo que entraña gravemente una especie más cruel de violencia, la del género ignorante, la del actuar ciego u omiso, la aberración de la inocencia de los sentidos. ¿Qué dirá de nosotros como sociedad acapulquense la siguiente referencia? En la novela de F. Dostoievski, Los Hermanos Karamazov, icónica del siglo diecinueve, Iván, uno de los hermanos protagonistas, alude a un poema del ruso Nekrasov, a propósito de discutir con Aliocha si el ser humano es capaz de sentir compasión y respeto por sus semejantes, el discernimiento se extiende al caso de los animales: “cuenta cómo (…) un mújik pega con el látigo en los ojos a su caballo. ¿Quién no ha visto eso? Es muy ruso. El poeta describe al pequeño caballo tirando de una carreta cargada con exceso, atascada, a la que no puede hacer arrancar. Entonces el mújik* le pega con encarnizamiento, le golpea sin saber exactamente lo que hace. Experimenta una especie de embriaguez y los golpes llueven... ¿No puedes arrancar? ¡Pues arrancarás igual! ¡Arrancarás o morirás! La bestia, sin defensa, forcejea desesperadamente para salir del trance, pero su amo, no obstante, continua golpeando sus humildes ojos dolientes. Al final consigue arrancar y se pone en marcha con paso vacilante, avergonzado. Esta pintura de Nekrasov produce una impresión espantosa.”
Dicen los datos que el espíritu de Nekrasov fue marcado profundamente por su despótico padre terrateniente, del que presenció crueles escenas de castigos, maltratos y desprecios a siervos campesinos. Pienso que también acá hay que observar esta suerte de obstinación incrustada en nuestra idiosincrasia. Dice Dostoievski al explicar el carácter tan peculiar del clan de los Karamazov, que no obstante, inteligente y astuto, hay en ellos “una ineptitud específica, nacional”. Pero. ¿Podrán los rusos responder por los tropicales?
*En Rusia de los siglos VIII y 19, sobrenombre utilizado para referir a los campesinos desposeídos, siervos.

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