martes, 3 de enero de 2012

La crisis de diciembre


ROBERTO RAMÍREZ BRAVO

La crisis de diciembre

El gobierno de Ángel Aguirre Rivero enfrentó durante diciembre, y por lo que se ve será por más tiempo, una severa crisis tras el asesinato de dos normalistas cuando policías estatales y federales intentaban desalojarlos de una manifestación en la autopista del Sol.
El hecho golpeó la columna vertebral del equipo que en enero pasado ganó la elección postulado por la coalición de partidos de izquierda que aglutinó a Convergencia –hoy Movimiento Ciudadano–, PRD y PT, y exhibió no sólo las debilidades de la administración, sino puso en duda su vocación de izquierda, y exhibió lealtades y deslealtades.
En principio, el gobierno aguirrista acusó un problema de coordinación interna, pues según sus propios dichos, los policías habrían desacatado la orden de ir desarmados a la protesta; el vocero Arturo Martínez Núñez actuó por cuenta propia, al margen del mandato del gobernador, para implicar a los federales en la masacre; el procurador Alberto López Rosas se fue por la libre para acusar a los normalistas de ser quienes iban armados y presumir que ellos fueron quienes dispararon, y a su vez insistir en la teoría de que los federales fueron los que dispararon. En resumidas cuentas, nadie actuaba bajo su mando.
Aguirre se vio, con estas actuaciones, solo; pero más se vio así ante el secretario de Gobierno, Humberto Salgado Gómez, quien se hizo invisible en este conflicto a pesar de que precisamente a él correspondía evitar que creciera, y a él le habría tocado dar la orden del desalojo. Hay testimonios que ubican a Salgado como el verdadero operador de la acción policiaca, pero en lugar de asumir su responsabilidad, se ha cobijado en silencio tras el escudo protector del gobernador. Eso es un asunto de lealtades.
El asesinato de los normalistas polarizó las posiciones en la izquierda. Las organizaciones sociales más visibles (Tlachinollan, Tadeco, CCTI, Regdroac, OCSS, entre otras) se sumaron a la exigencia de desaforar al gobernador Aguirre, pero otras, varias también, asumieron una postura más mesurada. En el PRD sucedió lo mismo: hubo desde los que se sumaron, principalmente la dirigencia, en el respaldo del gobernador, y los que acusan al gobierno de represor. Movimiento Ciudadano y PT simplemente se han hecho a un lado.
Hay otros factores que a pesar de estar relativamente visibles, y se habla de ellos en los corrillos, han pasado un poco de soslayo. Es el caso de la teoría del complot. ¿Hasta qué punto se puede creer que el escenario de los crímenes fue fabricado para desestabilizar al gobierno de Aguirre? Hay indicios que podrían ir en ese sentido: el domingo 11 de diciembre, unas horas antes de la muerte de los normalistas, Rubén Figueroa Smutny, quien ha hecho de la red social Facebook un ring para el golpeteo y la bravuconada, advirtió que muy pronto la realidad aplastaría a los traidores y farsantes –términos con los cuales los priístas se refirieron a Aguirre en la campaña, luego de su paso del PRI al PRD–. Hay testimonios de que quienes incendiaron la gasolinera fueron jóvenes con playera roja y la leyenda Ayotzinapa en el frente, que llegaron juntos y se retiraron por el Huacapaca sin que nadie hiciera nada por detenerlos; es decir, infiltrados. Y está el dato de que encabezaba el operativo el general Miguel Arriola, gente no de Aguirre, sino de Figueroa, herencia de la administración zeferinista.
Otro asunto poco atendido es la Policía Federal: a pesar de que varios normalistas atestiguan haber visto a federales disparar, la única destitución que se pide es la del gobernador Aguirre. Nadie pide la caída del presidente Felipe Calderón, sino ni siquiera del titular de Seguridad Pública Federal, Genaro García Luna.
Así, el gobierno estatal ha quedado entrampado entre el silencio de la Federación, dispuesta a adjudicarle toda la culpa; entre una dirigencia estudiantil dispuesta a destituir al gobernante que más acercamiento tuvo con la normal en los últimos años; entre una ineficiencia administrativa que implica a la Secretaría de Gobierno, a la dirección de Comunicación Social y a su coordinación de asesores; y una ciudadanía que, dispuesta a rechazar la violencia autoritaria, no ha decidido si condenar o defender al gobierno que eligieron por abrumadora mayoría.
Enero es un buen momento para que Aguirre replantee su equipo de trabajo, se quite de encima los compromisos políticos, saque a su familia del gobierno –algo que, por cierto, le ha restado mucha autoridad moral en tiempos de crisis- y replantee una política integral para el rescate de las normales, y para reforzar la visión de izquierda en su gobierno, amén, desde luego, de garantizar el castigo a los autores del doble crimen.
Lo otro, sólo puede ser el camino del endurecimiento y de la represión, y ése no es bueno para nadie.

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