No hay más. Ellos son los últimos que quedan a varios kilómetros a la
redonda. Si alguna vez hubo miles de mexicanos trabajando en las
granjas y plantaciones de esta punta de los Apalaches, esos días han
terminado para siempre. O al menos hasta que la ley antimigrante más
dura de todo Estados Unidos sea derogada, suavizada o modificada, lo que
pase primero.
Mientras tanto, que la cosecha se pudra o que la recojan otros.
“¿Qué nos van a hacer? Lo peor que puede pasar es que nos corran. Y hasta si nos matan, pues nos matan y ya”, dice Guillermo Castro, uno de los cuatro jornaleros mexicanos que aquí se resistieron a huir tras la aprobación de la Ley HB-56 de Alabama. Ahora, sin competencia ni compañeros, su equipo tiene diez hectáreas de jitomates maduros a su disposición, un campo entero para recoger todo lo que deseen y hacer todo el dinero que puedan. Un sueño bajo otras circunstancias. Pero esta vez lo harán solos y bajo la amenaza de ser detenidos por el alguacil del condado.
Castro, junto con su hijo José, su yerno Alfredo y un amigo, conforman la única cuadrilla que se aventuró este año a hacer la pizca del jitomate en la granja Jenkins, ubicada al noroeste de Birmingham. Ninguno tiene papeles y en consecuencia están en franco riesgo de ser entregados a las autoridades migratorias, pero la posibilidad de hacerse de enormes ganancias en una recolección final les orilló a jugársela y correr el riesgo.
Hoy, trabajan en solitario.
“¡Esos mexicanos son como máquinas! No hablan, no reclaman, no flojean, sólo trabajan sin parar. Comen su lunch, no piden pausas y siguen pizcando hasta que anochece”, dice la dueña de la granja, Ellen Jenkins, una montañesa local. “Y le seré franca: no tengo reemplazos.”
Si todo sigue por la ruta en la que va, Jenkins perderá buena parte de su cosecha ante la ausencia de trabajadores. Sus campos, que a estas alturas del año deberían estar repletos de cuadrillas pizcando de sol a sol, yacen vacíos, con la excepción de los Castro y una pareja de afroamericanos venidos de los suburbios deprimidos de Birmingham.
“Esos hijos de puta en Montgomery (la capital política de Alabama) no saben lo que nos hicieron”, lamenta la granjera. “Siento que ni pensaron lo que iba a pasar con la ley. ¿Quién me va a pagar mi cosecha? No puedo traer a estadunidenses. No quieren hacer este trabajo. ¡No quieren!”.
Como ella, decenas de productores del estado se enfrentan a un panorama desalentador de pérdidas millonarias, sin jornaleros mexicanos o centroamericanos para realizar la cosecha. Las máquinas humanas que trabajaban en silencio se fueron. Y si los políticos pensaban que los estadunidenses llenarían el vacío —más en un estado con una tasa de desempleo de casi 10 por ciento—, parece que los cálculos fueron terriblemente equivocados.
Los resultados de los últimos días apuntarían a que los locales, simplemente, no quieren ir a los campos.
A raíz de la entrada en vigor de la Ley HB-56 y la estampida de
mexicanos y centroamericanos del estado, Spencer ha recibido llamadas de
varios de sus agremiados, que le piden ayuda para encontrar mano de
obra de reemplazo para éstos, los momentos más críticos de la cosecha.
Desde principios de mes, ha publicado anuncios en Facebook y periódicos
locales, ofreciendo los puestos en el campo a quien desee ocuparlos.
La oferta no suena mal: por un día de trabajo, los salarios para un equipo de un empacador y tres recolectores de jitomate con experiencia pueden alcanzar 400 dólares, sustancialmente más que los 190 que se reparten a trabajadores en paro bajo el seguro de desempleo estatal.
Pese a que cualquier simple cálculo económico diría que el incentivo de ir a las granjas está ahí, la respuesta ha sido, por decir lo menos, tibia. “Tuvimos sólo dos personas que respondieron al anuncio ayer”, dijo Spencer. “Hoy pensábamos que tendríamos a ocho personas, pero no llegan.”
Spencer se encoge de hombros: “No es un empleo fácil y no paga mucho, claro. He descubierto que muy pocos estadunidenses desempleados quieren quedarse en estos trabajos que implican mucho esfuerzo físico y permanecer varias horas bajo el sol en condiciones difíciles”.
Se refiere a un hecho en particular: en los primeros días tras la publicación de sus anuncios, varios desempleados se acercaron para responder a la oferta. Después de todo, Alabama ha sido duramente golpeada por la recesión y la teoría económica, en efecto, parecía estar funcionando. Pero luego de sólo una jornada en la sierra, 90 por ciento no regresaron.
A casi un mes del inicio de la oferta de Spencer, la situación es aún más magra: hoy sólo un trabajador afroamericano se acercó a pedir informes.
http://impreso.milenio.com/node/9051482
Mientras tanto, que la cosecha se pudra o que la recojan otros.
“¿Qué nos van a hacer? Lo peor que puede pasar es que nos corran. Y hasta si nos matan, pues nos matan y ya”, dice Guillermo Castro, uno de los cuatro jornaleros mexicanos que aquí se resistieron a huir tras la aprobación de la Ley HB-56 de Alabama. Ahora, sin competencia ni compañeros, su equipo tiene diez hectáreas de jitomates maduros a su disposición, un campo entero para recoger todo lo que deseen y hacer todo el dinero que puedan. Un sueño bajo otras circunstancias. Pero esta vez lo harán solos y bajo la amenaza de ser detenidos por el alguacil del condado.
Castro, junto con su hijo José, su yerno Alfredo y un amigo, conforman la única cuadrilla que se aventuró este año a hacer la pizca del jitomate en la granja Jenkins, ubicada al noroeste de Birmingham. Ninguno tiene papeles y en consecuencia están en franco riesgo de ser entregados a las autoridades migratorias, pero la posibilidad de hacerse de enormes ganancias en una recolección final les orilló a jugársela y correr el riesgo.
Hoy, trabajan en solitario.
“¡Esos mexicanos son como máquinas! No hablan, no reclaman, no flojean, sólo trabajan sin parar. Comen su lunch, no piden pausas y siguen pizcando hasta que anochece”, dice la dueña de la granja, Ellen Jenkins, una montañesa local. “Y le seré franca: no tengo reemplazos.”
Si todo sigue por la ruta en la que va, Jenkins perderá buena parte de su cosecha ante la ausencia de trabajadores. Sus campos, que a estas alturas del año deberían estar repletos de cuadrillas pizcando de sol a sol, yacen vacíos, con la excepción de los Castro y una pareja de afroamericanos venidos de los suburbios deprimidos de Birmingham.
“Esos hijos de puta en Montgomery (la capital política de Alabama) no saben lo que nos hicieron”, lamenta la granjera. “Siento que ni pensaron lo que iba a pasar con la ley. ¿Quién me va a pagar mi cosecha? No puedo traer a estadunidenses. No quieren hacer este trabajo. ¡No quieren!”.
Como ella, decenas de productores del estado se enfrentan a un panorama desalentador de pérdidas millonarias, sin jornaleros mexicanos o centroamericanos para realizar la cosecha. Las máquinas humanas que trabajaban en silencio se fueron. Y si los políticos pensaban que los estadunidenses llenarían el vacío —más en un estado con una tasa de desempleo de casi 10 por ciento—, parece que los cálculos fueron terriblemente equivocados.
Los resultados de los últimos días apuntarían a que los locales, simplemente, no quieren ir a los campos.
***
Son las 7:34 de la mañana y Jerry Spencer lleva ya media hora
esperando a que sus nuevos trabajadores aparezcan. “Les damos diez
minutos y nos vamos”, dice este granjero, cabeza visible de un
conglomerado de 300 granjas de tomate, chile, calabaza, papas y pepinos
repartidas por todo el estado, agrupadas bajo el colectivo Grow Alabama.
Foto: Víctor Hugo Michel
La oferta no suena mal: por un día de trabajo, los salarios para un equipo de un empacador y tres recolectores de jitomate con experiencia pueden alcanzar 400 dólares, sustancialmente más que los 190 que se reparten a trabajadores en paro bajo el seguro de desempleo estatal.
Pese a que cualquier simple cálculo económico diría que el incentivo de ir a las granjas está ahí, la respuesta ha sido, por decir lo menos, tibia. “Tuvimos sólo dos personas que respondieron al anuncio ayer”, dijo Spencer. “Hoy pensábamos que tendríamos a ocho personas, pero no llegan.”
Spencer se encoge de hombros: “No es un empleo fácil y no paga mucho, claro. He descubierto que muy pocos estadunidenses desempleados quieren quedarse en estos trabajos que implican mucho esfuerzo físico y permanecer varias horas bajo el sol en condiciones difíciles”.
Se refiere a un hecho en particular: en los primeros días tras la publicación de sus anuncios, varios desempleados se acercaron para responder a la oferta. Después de todo, Alabama ha sido duramente golpeada por la recesión y la teoría económica, en efecto, parecía estar funcionando. Pero luego de sólo una jornada en la sierra, 90 por ciento no regresaron.
A casi un mes del inicio de la oferta de Spencer, la situación es aún más magra: hoy sólo un trabajador afroamericano se acercó a pedir informes.
http://impreso.milenio.com/node/9051482
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