Ahora que en twitter se está convocando a la
#marchadelasputas
Mi
vida sexual comenzó en los diccionarios. En cuanto caía uno en mis
manos, de inmediato buscaba obscenidades y “partes nobles”. También en
esos libros —como un presagio de lo que vendría luego- comenzaron mis
frustraciones porque esta suerte de voyeurismo semántico nunca era
plenamente satisfecho. Por lo general la palabra deseada no figuraba en
las entradas, o estaba púdicamente oculta tras crípticos sinónimos, o
era definida a la manera frígida de la ciencia -y lo que yo buscaba era
algo más crudo y excitante.
La
palabra cacorro, demos por caso, no figuraba en los diccionarios de mi
infancia y la siguen omitiendo -tácita conspiración editorial- los
actuales. Entonces vino en mi ayuda un hecho fortuito. Un día, en la
misa dominical, el sacerdote tronó desde el púlpito contra la sodomía,
“esa pasión insana que infesta aulas y cuarteles—”. Por supuesto corrí
a la S. Allí estaba: sodomía: concúbito entre varones o contra el orden
natural. Etimología: de Sodoma, antigua ciudad de Palestina donde se
practicaba toda clase de vicios torpes. No entendí nada. Busqué
concúbito: ayuntamiento carnal. Bueno, carnal ya era algo, pero
¿ayuntamiento?: acción y efecto de ayuntarse. Mi paciencia se estaba
agotando. Subí la columna. Ayuntar: tener cópula carnal. Omitiré aquí,
en favor de la brevedad, la pesquisa de cópula y mi perplejidad al
tratar de imaginar relaciones contra natura entre el sujeto y el
predicado, para llegar a mi asunto, la singular historia de la palabra
puta.
Años
después, ya era un hombre maduro, llegó a mis manos el Diccionario
etimológico latino-español de Commeleran, un coloso en octavo de 4.500
páginas impresas a tres columnas con entradas en latín, acepciones en
castellano, ejemplos de uso tomados de los clásicos latinos de la
Antigüedad, y rastreo del origen de las palabras por el griego, el
árabe, el hebreo, el arameo y el sánscrito, en caracteres vernáculos.
Es la vulgata de la etimología, el sueño de cualquier cajista, y mi
único bien de valor.
Lo
abrí con reverencia, busqué el significado de mi nombre, el de mis
padres y el de una mujer, y algunas palabras cuyos significados eran
oscuros o anómalos (exaplar, logoteta, nimio). Cuando llegué a la P
saltó el cazador que tenía agazapado desde la infancia en algún
repliegue de la corteza inferior, zona cerebral que compartimos con los
reptiles, y busqué puta: ¡pensar, creer, destreza, sabiduría! Quedé
sorprendido, claro, y me di a investigar la causa de tan extraña
mutación.
Encontré
que el verbo latino puto, putas, putare, putavi, putatum, procedía de
un vocablo griego, budza, que significaba sabiduría hacia el siglo VI
antes de Cristo. Aunque ya Grecia podía jactarse de Homero, Pitágoras y
Heráclito -y se preparaba para inventar el espíritu de Occidente-,
también incurría en la esclavitud, el desdén por la experimentación
científica y la subestimación a las mujeres. En Atenas ellas carecían
de los más elementales derechos. Cuando una matrona ateniense moría, se
le colocaba un epitafio indefectible: “Cuidó los hijos e hiló el
telar”. Una señora no debía asistir a fiestas, así se realizaran en su
propia casa. Desde una cámara contigua al salón de los invitados podía
escuchar la música, seguir las conversaciones y fisgonear un poco entre
las cortinas, ¡faltaba más!, pero le estaba prohibido ingresar al
salón, que estaba reservado a los hombres, los músicos, los sofistas y
las hetairas -flores de la noche, máquinas de placer.
En
Mileto la mujer sí era apreciada, quizá porque allí el homosexualismo
masculino no estaba tan extendido ni era considerado tan de buen tono
como en otras ciudades griegas, especialmente en Atenas. En Mileto, la
ciudad de Thales, el geómetra, las mujeres podían asistir a las
academias y participar de la vida pública.
Pero
Atenas era, pese a todo, el centro intelectual del mundo Egeo y a ella
peregrinaban filósofos, artistas, retóricos y bohemios de toda Grecia.
También las mujeres milesias tomaron el camino de Atenas. Habían
aprendido en su patria artes y ciencias, y en los caminos, el amor. Los
atenienses quedaron maravillados de estas mujeres que además de bailar
y cantar conocían de historia, astrología, filosofía o matemáticas; con
las que se podía reír antes del amor, y conversar después.
Para
sus esposas la fiesta fue entonces más triste. Estaban acostumbradas a
que las hetairas les robaran por una noche el cuerpo de su marido, pero
estas sabias, estas budzas, les estaban robando para siempre también el
corazón.1 Toleraban sus retozos, pero verlo reír y conversar con otra
es más de lo que una mujer puede soportar. Entonces la palabra budza,
que era noble y antigua, comenzó a tomar en los celosos labios de las
matronas entonaciones ásperas y significados maliciosos. “Sabihonda”.
“Sabida”. El fonema beta, suave y bilabial, se endureció en una pi
también bilabial pero explosiva, pudza. Luego, como si no fuera
suficiente, como si el nuevo vocablo no tradujera bien todo el odio que
albergaban, se fue haciendo más fuerte, marchó a Roma en libros y
viajeros, y cuando llegó ya no era una palabra, era un escupitajo:
¡puta! Significaba, hacia el siglo I después de Cristo, sapiencia y
meretriz.2
Pero
como en Roma no se fingía la virtud, la segunda acepción cayó en el
vacío. En la sintaxis latina -lógica y sucinta- la expresión mujer
puta era un cándido pleonasmo. “Basta con decir romana”, aconsejaba
Cicerón. Y así, por una de esas paradojas del lenguaje, la palabra que
se había degradado en Grecia, una nación virtuosa, recobró su majestad
en Roma, capital del vicio. Y luego, por una traslación semántica
frecuente -del efecto a la causa- puta pasó de sustantivo a verbo, de
sapiencia a pensar, y perdió toda connotación moralista.
Pero
siguió viajando con las legiones por los caminos de piedra del Imperio,
llegó a Hispania, resonó en posadas y alcázares, la sopesaron oídos
moros y cristianos, la repitieron juglares y guerreros que inventaban
el castellano con jirones de árabe, latín y lenguas iberas, la
conjugaron con aplicación bachilleres y cortesanas, la discutieron
gramáticos y retóricos, se estremecieron al oírla, sin saber por qué,
ancianas y doncellas, la gritaron, por el sólo placer de paladearla,
truhanes y señores hasta que el pueblo todo, autor de lenguas y dueño
de famoso oído, ignorante por supuesto del griego, del latín y de toda
esta historia, intuyó el verdadero significado de la palabra adivinando
en ella un odio remoto; percatándose de que no evocaba, al escucharla,
la sabiduría; que no había relación musical entre el significante puta
y el significado pensar, y comenzó a utilizarla primero con malicia,
con ironía griega, y luego con fuerza, como látigo —puta— para censurar
mujeres generosas, sabias en lides de alcoba. La palabra había
encontrado su verdadero y único significado.3
Quizá
sea pertinente escuchar aquí, para terminar, una décima de Clímaco Soto
Borda que repite con fruición este sonoro vocablo en una original
lección de etimología.
Si pública es la mujer
que por puta es conocida,
república viene a ser
la puta más corrompida.
Y siguiendo el parecer
de esta lógica absoluta,
todo aquel que se reputa
de la República hijo,
debe ser, a punto fijo,
un grandísimo hijueputa.
1
Hasta el Rey Pericles sucumbió a los encantos de las extranjeras y
abandonó a su esposa por Aspasia, la más bella y talentosa de las hijas
de Mileto.
2 Meretrix era el término culto usado entonces para designar la mujer
liviana. El vulgar era lupa, loba. De aquí el nombre de lupanar que
daban los romanos a las casas de placer.
3 Un proceso semejante ha seguido la palabra nimio, que viene del latín
nimius: demasiado. Pero la gente advirtió de alguna manera que se
trataba de una palabra breve, con predominio de fonemas vocálicos
cerrados, anagrama de mínimo, y empezó a usarla en el sentido de
pequeño, deleznable, que es el significado que tiene hoy en día en el
habla corriente y en los mejores diccionarios.
*
Julio César Londoño (Palmira, 1953), crítico literario biógrafo y
cuentista. Ha publicado La ecuación del azar (Universidad de Antioquia,
1980) y Sacrificio de dama, Gobernación del Valle (1994).
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