El caso Radilla y la transición fallida
¿Qué se debe hacer con las graves violaciones a derechos humanos cometidas en el pasado si se busca transitar a un estadio más democrático en el que haya un compromiso con el respeto a los derechos humanos? En el derecho internacional de los derechos humanos se ha desarrollado la respuesta más acertada. Al afirmar que las violaciones a derechos humanos cometidas en el pasado responsabilizan al Estado en el presente, las normas internacionales obligan a crear las condiciones para que las víctimas accedan a la justicia, a la verdad y a la reparación del daño.
Así ha ocurrido tras largas batallas protagonizadas fundamentalmente por los familiares de las víctimas en varios países de Latinoamérica. La Comisión y la Corte interamericanas han servido como acicate para que los Estados de la región reconozcan su responsabilidad por los crímenes ocurridos décadas atrás y emprendan acciones tendentes a respetar el derecho a la verdad individual y colectiva, es decir, el derecho de quienes desconocen el destino final de sus seres queridos desaparecidos o ejecutados y el de la sociedad en su conjunto. Una sociedad que aspira a ser democrática debe saber —es su derecho— de qué manera gobiernos del pasado llegaron a concebir que eran legítimas la tortura, la desaparición forzada y el asesinato para combatir al “enemigo”. En la región los Estados recurrieron de manera creciente al uso de la violencia durante los años sesenta y setenta.
¿Qué ha ocurrido en México a este respecto? ¿De qué modo la llamada transición se ha hecho cargo del legado de violaciones a derechos humanos cometidas en el pasado? La respuesta es decepcionante. En cuanto a la búsqueda de justicia, las investigaciones iniciadas con boato por la hoy extinta Fiscalía para atención a crímenes del pasado (FEMOSPP) y continuadas en la actualidad por la Coordinación General de Investigaciones de la Procuraduría General de la República, han sido ineficaces; han prevalecido la impunidad y la opacidad. Respecto del acceso a la verdad, el Informe a la Sociedad elaborado por la FEMOSPP —ocultado en su momento y hasta el presente por el gobierno federal— no ha sido difundido. Finalmente, en lo tocante a las reparaciones, el Estado mexicano no se ha hecho cargo de resarcir en lo posible a las víctimas y a sus familiares.
Como si esto no bastara, en el presente ocurren situaciones que ponen en duda que efectivamente México haya transitado hacia un régimen de respeto a los derechos humanos. En los últimos años se han documentado nuevos casos de desaparición forzada; algunas voces legitiman la tortura aduciendo que se libra una “guerra” contra la delincuencia organizada; y el gobierno federal defiende a ultranza una institución que propicia la impunidad: la extensión del fuero militar a casos de violaciones a derechos humanos de civiles.
La sentencia por el caso de Rosendo Radilla, dictada en días pasados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, nos confronta con esa lacerante realidad. Coteja que los gobiernos de la transición mexicana no han asumido la obligación de poner fin a la impunidad y sacar la verdad del ocultamiento. Por eso la resolución pone en evidencia uno de los aspectos más sombríos de nuestra fallida transición.
Ante estas condiciones, es de exigirse que el cumplimiento de la sentencia sea expedito y cabal. A partir de la resolución emitida por la Corte Interamericana puede ser corregida la negligencia con que los gobiernos de la llamada transición se han enfrentado a los crímenes cometidos en el pasado. Su efectividad dependerá de que se reconozca que la desaparición forzada de Rosendo Radilla ocurrió en un contexto marcado por el empleo sistemático de crímenes para hacer frente a la disidencia. Ese pasado, lamentablemente, continúa estando presente, como nos lo recuerdan los familiares de las numerosas víctimas que aún hoy siguen desaparecidas y nos interpelan con su ausencia. El caso Radilla es una notable lección histórica tanto para quienes pretenden apostar al olvido como para quienes no están dispuestos a olvidar. El Estado mexicano debe optar entre el pasado impune o un futuro democrático basado en la memoria y la justicia para las víctimas.
Director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, A।C.
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